La Muerte se deslizaba por los oscuros pasillos del hospital dormido, observando con indiferencia a los enfermos que, durmiendo o rezando, trataban de olvidar su dolor.
Caminaba por los corredores que ya había recorrido miles de veces, pues en un hospital siempre había trabajo para ella: moribundos que exhalaban el último suspiro, operaciones que salían mal o almas perdidas en accidentes de tráfico que, en la sala de urgencias, aguardaban hasta que ella las recogiese. Pero aquella noche se dirigía a la planta de Maternidad.
La Muerte se detuvo frente a la sala de cuidados intensivos neonatales, donde las almas más frágiles luchaban por aferrarse a la vida. Atravesó la puerta sin hacer ruido, con los ojos huecos fijos en una incubadora apartada en el fondo de la sala.
Allí, una diminuta bebé de apenas dos kilos jadeaba débilmente, conectada a un respirador que parecía demasiado grande para su cuerpo frágil. A su lado, una enfermera, con los ojos arrasados en lágrimas, manipulaba una jeringa mientras el monitor cardíaco emitía pitidos cada vez más débiles y espaciados.
Un perro aulló en la lejanía anunciando que la Muerte estaba preparada.
Lentamente acercó su mano huesuda, sin pena ni remordimientos pues todos tienen su momento, y la tocó justo en el pecho. El corazón de la mujer se detuvo en seco, y cayó al suelo con un ruido sordo; la jeringa rodó lejos de su mano inerte.
La Muerte se desvaneció en las sombras, dejando tras de sí el llanto vigoroso de la recién nacida y el silencio eterno de quien había osado usurpar su papel, recordando a todos que solo ella tiene el poder de decidir cuándo se apaga la llama de la vida.