En un antiguo pueblo donde las historias se entrelazaban con la realidad, había una casa abandonada que todos evitaban. Se decía que en el interior había un espejo de gran tamaño, que pertenecía a una mujer que había sido conocida por su belleza y vanidad. La leyenda contaba que, tras su trágica muerte, su espíritu quedó atrapado en el espejo, condenada a observar su propio reflejo por toda la eternidad.
La joven Ana, fascinada por lo desconocido y los rumores del pueblo, decidió explorar la casa. Llevaba consigo una linterna y un viejo diario que había encontrado en la biblioteca, donde había leído sobre la historia de la mujer del espejo. A medida que se acercaba, el aire se volvía más frío y denso, como si el lugar mismo la estuviera advirtiendo.
Al cruzar el umbral de la puerta crujiente, Ana sintió una extraña mezcla de miedo y emoción. Las paredes estaban cubiertas de polvo, y el olor a moho impregnaba el aire. Finalmente, llegó a la habitación donde se encontraba el espejo. Era grande y ornamentado, con un marco dorado que parecía brillar a la luz de su linterna.
Al acercarse, Ana se miró en el espejo y se quedó fascinada por su propio reflejo. Sin embargo, mientras lo observaba, comenzó a notar algo extraño: su reflejo sonrió de una manera que ella no lo hizo. Sobresaltada, retrocedió, pero el espejo la mantenía atrapada en su mirada.
—Hola, Ana… —susurró el reflejo, con una voz suave pero seductora.
Confundida, Ana intentó girarse, pero sus pies parecían pegados al suelo. La voz continuó:
—He estado esperando a alguien como tú. Una belleza con un corazón valiente. Juntas, podríamos ser infinitas.
Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda. Comprendía que el reflejo no era solo un reflejo; era el espíritu de la mujer que había sido atrapada en el espejo, consumida por su propia vanidad. Con el tiempo, su esencia había empezado a distorsionarse, y ahora buscaba arrastrar a otros a su trampa.
—No… no quiero quedarme aquí —respondió Ana, intentando liberarse de la hipnosis del espejo.
El reflejo sonrió de nuevo, esta vez con una mezcla de dulzura y malicia.
—Pero yo te ofrezco algo más. La belleza eterna, la juventud perpetua. Todo lo que alguna vez soñaste.
Mientras la mujer del espejo intentaba seducirla, Ana recordó las advertencias de su abuela sobre el peligro de la vanidad y los deseos desmedidos. Respirando hondo, reunió toda su fuerza y gritó:
—¡No! No quiero ser parte de esto. No quiero perderme en tu oscuridad.
Con esas palabras, el espejo comenzó a temblar, y el rostro del reflejo se torció en un gesto de furia y desesperación. La habitación se llenó de un viento gélido, y Ana, aún atrapada en su mirada, sintió cómo una fuerza invisible la empujaba hacia atrás.
De repente, el espejo estalló en mil pedazos, y Ana cayó al suelo. Cuando se levantó, estaba fuera de la casa, en el jardín, con el corazón latiendo con fuerza. Miró hacia atrás y vio que la casa había desaparecido, dejando solo un rastro de polvo en el aire.
A partir de ese día, Ana compartió su experiencia con los demás, advirtiendo sobre el peligro de dejarse llevar por la superficialidad y la vanidad. La leyenda de la mujer del espejo se convirtió en una enseñanza sobre la importancia de mirar más allá de las apariencias y valorar lo que realmente importa en la vida.
Así, el pueblo aprendió a no temer a lo desconocido, sino a enfrentarse a sus propios reflejos y a aceptar la belleza que reside en el interior.